En edificante conversatorio sostenido uno de los gratos días que disfrutamos quienes permanecimos en la ciudad durante la festividad de la Semana Santa, nos permitió recordar la visita que, para esa misma celebración, hace apenas dos años hicimos al Machu Pichu. Un exquisito amigo contertulio quiso conocer nuestra impresión de aquel lugar el cual el también había visitado. Ahora queremos ofrecer para aquellos que nos brindan la inmensa satisfacción de leer nuestros artículos, la visión de la imborrable experiencia de aquella excursión que le dimos al amigo.
Para nosotros, la ciudadela que construyó la civilización quechua antes de la llegada de los conquistadores, a pesar de su impresión ante belleza por todo el entorno en que se encuentra y por sí misma, es solamente un hito mas de una cultural y hermosa práctica que nos muestra los vestigios de un pueblo complejo y extraño que utilizaba la piedra con una destreza y técnica que todavía, al cabo del tiempo, mantiene asombro en la ingeniería y la arquitectura.
Desde la llegada al Cuzco, aquel pasado esplendoroso de los quechuas se asoma por todas partes. Cimientos de enormes piedras que no pudieron ser demolidos por la piqueta del conquistador, por lo que éste tuvo que conformarse con edificar sobre esos muros irreducibles sus iglesias y conventos.
El barrio de San Blas, fundido en el pasado, con sus callejas empedradas y paredes sin que una fisura permita introducir la punta del más fino alfiler entre aquellas piedras colocadas una junto a otra desde hace siglos.
El valle de Sascachewan y sus gigantescos monolitos de varias toneladas y altura fuera de lo corriente, desafiando cualquier especulación en cuanto a los medios utilizados para su recolección en aquel lugar es otro lugar para excitar la imaginación.
En esa antigua ciudad sagrada, capital del imperio en el Sur, tenía asiento el Inca, el soberano, por lo que de ordinario así ha sido llamado llamado el pueblo e imperio quechua, con el nombre que se le daba al gobernante. Llegar al Cuzco y contemplar aquella ciudad con sus casas techadas de tejas de color rojo opaco, vista desde un cerro cercano donde se encuentran una enorme estatua deCristo, lleva a reflexión sobre el pasado de magnificencia, poder y misticismo de esa ciudad,
Resulta inevitable pensar también en el asombro que debió ocasionar en aquellos aventureros desesperados, encontrar una urbe de sesenta mil viviendas, con tanto esplendor, perdida en aquellas alturas. Ahora, en la colina convertida en mirador turístico, unas aborígenes con sus coloridos atavíos de fiesta esperan con su paciencia milenaria y su habla dulce y susurrante, que los visitantes quieran fotografiarse por unos pocos pesos, junto a ellas y sus llamadas, ese animal que tanto identifica a su pueblo
En esta ciudad con su aire de misterio y melancolía, nos llega el soroche a los habitantes de tierras bajas, cuando subimos hasta aquel nido de águilas, esa molestia se presenta con un fuerte y agudo dolor de cabeza acompañado de mareo y a veces, para recordarnos el aire enrarecido que allí, a mas de tres mil metros de altura, se respira. Ni siquiera el té de coca que ofrecen en el hotel garantiza inmunidad ante es mal de las alturas, como es llamado.
El descenso desde el Cuzco para dirigirse hacia la ciudadela enclavada en el monte Machu Pichu, es una continuación azorada de aquella viva presencia cultural del pueblo quechua. El mercado aborigen de Pizac, lo que fue un enclave militar inca, introduce al viajante en un mundo que desapareció hace siglos y de repente regresa para mostrar de cuerpo presente aquellas gentes y sus hábitos milenarios.
Ahí se puede encontrar, en mezcla con el pasado, pintores cuzqueños que ofrecen bien logradas acuarelas, al igual que hace siglos otros artistas también ofrecían sus trazos sobre lienzos de tela hecha con lana de alpaca o de llamas.
La llegada a la estación desde donde subiremos al Machu Pichu, se hace en un quejumbroso ferrocarril que acompañado en algunos tramos del viaje por al espumoso y rugiente río Urubamba, que marcha en un recorrido desde el principio de los tiempos a encontrarse con el lejano Amazonas.
El tren cansino deja la última parada antes de seguir su descenso hacia la zona selvática. En esa estación, una flotilla incansable de modernos minibuses sube y baja a los turistas por una estrecha carretera que va rodeando el monte y mostrando impresionantes precipicios; desfiladeros profundos y verticales que electrizan al pasajero hasta llegar a la meseta donde descansa la misteriosa ciudadela entre la niebla. Allí todo es dramáticamente bello y sobrecogedor a la vez. Ahí esta ese testimonio de aquella raza de constructores admirables.
Un pétreo conjunto gris de edificios, terrazas, gradas y escaleras, escondido entre los picos Wayna Pichu y Machu Pichu, mientras abajo, a mil quinientos metros, como gigantesca serpiente, serpentea su guardián de antaño el poderoso Urubamba.
Todavía no ha sido aclarado del todo, de forma inequívoca, la utilidad que le dio el Inca a esa ciudadela cargada de misterios como aquella civilización toda. Al igual que los cortes y desplazamientos de sus enormes piedras, sin conocer la rueda ni la polea, es posible que se mantengan por siempre en el misterio como otras tantas obras de la civilización quechua sobre los que permanece la incógnita como un desafío en el tiempo.
Publicado PERIÓDICO hoy, 03-08-98
sábado, 13 de diciembre de 2008
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